18 marzo 2010
Vida y Soledad
En estos tiempos la soledad es uno de los males más grandes que enfrenta nuestra alma. Un día estamos rodeados de amigos y al otro nos sentimos solos y desamparados. Muchas veces fallamos y somos inconstantes, aún en la amistad y el amor.
Hay momentos en la vida que los problemas cotidianos se hipertrofian que a uno le surgen las ganas de irse lejos, de navegar solo por la vida; hay momentos en la vida en que el sinsentido parece llenarlo todo a tal modo que uno quisiera escapar de todo y todos, incluido uno mismo. Hay momentos en la vida en que uno quisiera estar solo, pero esta soledad es peligrosa.
Siempre pensé que la soledad era en todos sentidos buena, pero ahora no estoy tan seguro de eso. Quizá habría que distinguir entre una soledad entre los hombres y una soledad entre los valles, entendida en el sentido de una soledad de aislamiento, de incomunicación -la soledad entre los hombres- y la otra -la soledad entre los valles- la que buscan los amantes al irse al campo, o la que busca el ermitaño al ir al bosque. No se busca estar totalmente solo, sino estar solo con alguien, alejarse de la bulla cotidiana para mejor escuchar al otro.
Muchas veces he confundido ambas, y pensaba estar en la segunda cuando estaba en la primera; pero ahora he descubierto que no era así. Mi incapacidad de comunicar muchas veces me llevo de aislarme. Se vive en ese estado hasta que de repente alguien te viene a despertar.
Hay que estar agradecidos de quienes nos despiertan de la soledad, porque nos abren el mundo del otro, porque nos ensanchan el universo personal mostrándonos lo único verdaderamente importante: el amor. No pienso en tonteras afectivas ni nada por el estilo, pienso en aquel “querer el bien del otro”, del que hablaba Aristóteles. ¿En qué momento el bien del otro empezó a ser un bien para mí, empezó a ser mi bien? No lo sé. De repente acontece, sucede y uno es golpeado como Saulo a mitad del camino, y derribado. Allí entendemos todo, que hemos venido buscando mal el amor, porque hemos venido esperando ser amados y no amar; porque hemos buscado ser consolados y no consolar.
Se empieza a vivir por otro, y sus pulsaciones son las tuyas, son tu vida misma. No es un renunciar a la vida propia, sino un tratar de vencer las barreras que el engoismo tiende al hacernos creer que mi proyecto, mi vida, mi felicidad, es incompatible con la del otro. Hasta que uno empieza a darse cuenta que cabe nuestro proyecto, nuestra vida, nuestra felicidad, y empieza a entender que el otro no es el infierno, sino que quizá sea la oportunidad que se le brinda para construir una felicidad verdadera, si lo saben hacer. Claro, no somos perfectos, y a veces metemos la pata. Sin embargo, queda la lección aprendida, queda la puerta del alma abierta para acoger a otro, y uno vuelve sobre lo vivido, sobre los suyos y empieza entender todo lo que puede vivir. A pesar de los pesares, uno queda con la convicción de que vale la pena amar, que vale la pena el sufrimiento que pueda acarrerar, porque se crece, porque se es feliz, porque nadie nos quitará lo bailado.
La otra soledad lleva a la nausea por la vida, a sentirla insoportable, a la desesperación. El yo sin un tú, cerrado al tú -humano o divino- no es otra cosa que esa “relación que se relaciona consigo mismo”. Y que bien nos sentimos, creyéndonos superiores porque entendemos un cuadro de Dali o Picasso, o porque hemos leído a Joyce, o Borges mientras los demás leen a Coello o Brown, o porque nos conmovemos con Mozart o Chopin. Soñamos con el espíritu en vez de adentrarnos en la vida del espíritu, que es vida relacional, que es yo-tú.
La vida es una constante entrega a otro, es un darse que nunca cansa si es movido por el amor, que en cada dar se renueva y nunca es monótono. El amor es creativo, porque es creador. Por eso uno nunca se aburre.
Quisiera terminar con un texto del blog de una amiga que viene a decir de mejor manera lo que yo llevo intentando decir líneas arriba:
Se trata de saber (y saber de verdad) que algunas personas, pocas tal vez, pero personas cercanas y queridas, morirían de pena si te mueres y no pueden sosterse aún por sí solos, sino que necesitan de tu fortaleza. No se trata de relaciones enfermizas, que a veces hay por ahí, sino de amor de verdad, tan grande, que olvidas un poco lo que eres, pero continúas creciendo, aunque por algunos tramos del camino seas para los demás.
Concretamente, me refiero a mis padres y mi hermana. Y claro, los contados amigos valiosísimos que tengo.
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